Los grandes peligros de la innovación digital: la gente tóxica
11 septiembre, 2018Estamos corriendo hacía un futuro insostenible. Y lo sabemos.
13 septiembre, 2018Siempre pensé que los biorritmos existían. De siempre he sido uno de sus más fervientes defensores, sobre todo en las deliciosas tertulias y conversaciones de bar en las que acostumbras a enzarzarte cuando quedas con los amigos y tomas alguna copilla. Ahora me entero que no es más que una pseudociencia. Que todos los estudios realizados para demostrar las teorías biorrítmicas tenían más errores que un examen de conducir de Bob Esponja. Pues vaya. Ya me han fastidiado. Yo que era feliz hablando de ritmos circavigintano y circatrigintano a una panda de borrachuzos mirándome con una cara mezcla de escepticismo e ignorancia…
Con todo, sigo pensando que las personas se pueden diferenciar según sus ritmos circadianos. Para aquellos que no lo sepáis (como yo hace un rato), la mayoría de los relojes biológicos funcionan con un ciclo de 24 horas, conocido como ritmo cicardiano que ayuda al organismo a distinguir entre el día y la noche. Eso hace que según nuestro ritmo podamos ser de tres cronotipos: Alondra, Buho y Colibrí. Como bien explica en este enlace, el tema es como te comportas durante el día según estás más espabilado o por la mañana o por la tarde.
No hay duda. Soy Alondra. O bueno, pongámosle más bien colibrí mañanero. Estos son los que alcanzan su máxima productividad por la mañana. Y ese es mi caso. Acostumbro a ser el primero que se levanta en casa. Mientras el resto de la familia se acurruca en sus camas implorando cinco minutos más, yo voy activándome sin prisa pero sin pausa. Durante un buen rato voy recorriendo la casa realizando diversas tareas preparatorias para que posteriormente mama Osa pueda acabar de alimentar y preparar a los oseznos para una dura jornada de estudio y deporte. Y así, tras comprobar que las luces de un nuevo día se adentran en nuestro comedor para iluminar el rostro de dos niños con ojeras llenando de migas el sofá y una ronda de besos de despedida más tarde, salgo por la puerta.
Ya en ese momento mi mente va a mil. Durante el corto camino hasta el bar cercano múltiples ideas, recordatorios y recuerdos se agolpan en mi cabeza luchando por ser protagonistas de mi atención. Es entonces cuando se produce la primera parada del espacio-tiempo del día. Les explico. Hace un tiempo que como única respuesta lógica al potente reclamo del olor de una tortilla de patatas recién hecha y estratégicamente colocada al lado de la ventana cual sirenas en las rocas, decidí entrar en un bar a desayunar. Y acerté. El local regentado por dos hermanos ya mayorcitos pero abnegadamente dedicados a proveer de ricas viandas, buen servicio y conversación animada había estado allí durante años. Pero no ha sido hasta hace relativamente poco que he sido capaz de valorar la paz interior que es capaz de generar un desayuno compuesto a base de té con leche, bocadillo de tortilla de patatas y prensa escrita fresca. Este momento me ayuda a controlar y ordenar el aluvión de ideas y energía que a esa hora ya corre por mis venas. Una vez acaba el festín gastronómico y sensorial cruzo varias palabras de admiración con el par de hermanos y vuelvo a conectar con el mundo. Es el momento justo entonces para cabalgar a lomos de mi motocicleta de cuarentón que me ha de llevar al trabajo.
No voy a negarlo. La moto de marras me pone. Provoca en mi una sensación parecida a la que debió sentir el tentáculo púrpura del mítico juego publicado por LucasArts en 1993, “Day of the tentacle”. Para aquellos profanos que no hayan tenido el placer de jugar a esta hilarante aventura gráfica les diré que versa sobre la historia de un tentáculo que, tras beber unos residuos radiactivos, se propone (y consigue) dominar el mundo. Me ciño entonces al momento en que el tentáculo, tras beber el mejunje radioactivo, alza los pequeños brazos que le acaban de salir fruto de una mutación y pronuncia su frase “I feel like I could… I feel like I could… I feel like I could… TAKE ON THE WORLD”. Pues así me siento mientras avanzo por entre los coches mientras el aire me da en la cara: Cómo si pudiera conquistar el mundo.
El viaje en moto que me llevará al trabajo o allí donde tenga que ir es el intervalo temporal más positivo, creativo y eufórico del día. Es cuando sé realmente que creo en la justicia universal, que quiero salvar al mundo y hacer de él un sitio mejor para que las generaciones venideras puedan ser igual o más felices que nosotros. Una tras otra acuden a mi ideas de nuevos proyectos, entradas en el blog, colaboraciones con terceros, contactos con gente nueva, recontactos con gente vieja, cambios a proponer en el trabajo y todo aquello que pueda surgir desde un estado de pura proactividad saliendo de mi yo más positivo y creativo. Que sepan que gran parte de éstas acaban plasmadas en la “libreta amarilla”. ¿Libreta amarilla? ¿Es una clave secreta o algo así? Pues no. Es una simple libreta que me regalaron hace un tiempo una compañía de diseño estratégico con la que tengo el gusto de trabajar a veces, Designit. Esta libreta viene predibujada, es decir, algunas de sus páginas incluyen dibujos que te recuerdan la necesidad de dejar libre la mente para idear. Es allí donde llevo recogiendo hace tiempo todo aquello que se me ocurre en esos momentos de epifanía motera, amen de otros momentos igualmente reveladores. En el fondo debo parecer medio gilipollas mientras conduzco la moto porqué la sonrisa que me acompaña durante el viaje es evidente. El mundo está a mis pies. Soy una persona feliz cargada de ideas y buenos pensamientos que quiere salvar el mundo.
Y es justo en ese momento cuando llego al trabajo y las dudas comienzan a acelerarse ¿Seré un utópico soñador como me espetó un amigo hace ya bastantes años? ¿Podré hacer algo realmente valioso algún día para cambiar algo? Y lamentablemente la realidad cada día me devuelve a mi sitio. Día tras día caigo en la cuenta que las decisiones no se toman por grandes ideales de justicia o salvación del mundo sino por los pequeños intereses de esas personas que estratégicamente colocadas en las organizaciones y en los gobiernos luchan cada día para que todo siga igual. Resultado: al mediodía lo que quedaba de la Alondra se ha convertido en un mísero Hamster cansado de dar vueltas a una rueda que nunca se mueve de sitio. Atrás han quedado los planes secretos de conquista del mundo. Guardadas para otro momento han quedado las ideas disruptivas, los cambios trascendentales y los proyectos ambiciosos. ¿Es ese el camino correcto? ¿Es eso lo que nos queda y lo que debemos aceptar esperando que por generación espontánea algo cambie algún día?
No todos podemos ser Elon Musk para tocarle los huevos al mundo prestablecido.