Dícese de la cualidad de adaptación de algunos sujetos u organizaciones intelectualmente tóxicas y moralmente malolientes, frente a cualquier cosa que les perturbe, ponga en riesgo su modus vivendi o simplemente intente cambiar su controlado mundo. En algunas culturas incluso, estos entes son equiparables a una enfermedad, contagiosa o no, que causa gran mortandad creativa y productiva. En otras simplemente son identificadas cómo aquella gente pasiva que dan bastante por el saco.
Que sepan estimados lectores que el mundo está abarrotado de pestilientes. Ya no queda espacio para ni uno más. Hay tantos que deberíamos comenzar a pensar en exportarlos a otros lugares del universo habitado, si lo hubiera. Los pestilientes son entes aparentemente como nosotros que encontramos por todas partes, interactuando diariamente en todos los ámbitos vitales de la sociedad.
La pestiliencia, la sociedad y la empresa
En el familiar, el pestiliente adopta el rol de acérrimo tradicionalista que prefiere mil veces atiborrarse de castañas antes que hacer el panoli disfrazándose de monstruo o destrozarse los dientes comiendo un montón de dulces. Inconcebible. Es la encarnación moderna del “perro del hortelano” que en ocasiones, coincidiendo con noches de luna llena y Champions, puede llegar a transformarse en la peor versión del cuñado.
En el ámbito profesional, el pestiliente se transforma hasta adoptar el rol del compañero de trabajo chupóptero que todos conocemos. Los lectores asalariados por cuenta ajena lo identificaran fácilmente por sus mínimas o nulas aportaciones en reuniones, por sus continuas quejas a todo lo que sea propuesto o por sus inexistentes ideas en cualquier proyecto en equipo. Es aquel al que no le pagan por pensar. El que tiene la certeza absoluta de que su mínima aportación a la compañía es tal que merece que su trabajo sea para toda la vida. Gracias a Dios en la administración o empresa pública no necesitan ni tan siquiera pensar esas cosas.
En el ámbito empresarial la pestiliencia adopta una forma más colectiva. Pestiliente es aquella compañía que basa su supervivencia en el chanchullo, la opacidad y el beneficio económico arrimándose a las élites empresariales o políticas para preguntar ¿Qué hay de lo mío?. Es también el lobby que despliega sin tapujos sus prácticas monopolísticas para evitar dejar de ganar dinero a espuertas, la mayoría de las veces a costa de su propia ética (si algún día se plantearon tener una) y la subsistencia de las próximas generaciones.
En el ámbito político los pestilientes hace muchos años que invadieron y usurparon una profesión ya de por si copada por débiles de mente. Es aquí donde la pestiliencia adquiere carácter de plaga bíblica. En la mayoría del mundo el único objetivo del político es perdurar en el gobierno de una localidad, provincia, región o estado el tiempo suficiente para generar un aparato sólido y continuo de generación de ingresos que revierta en un incremento obsceno de su patrimonio personal. Para ello el control de las reglas del juego es vital. La creación y modificación de las mismas a su conveniencia son el arma del pestilente. En algunas regiones escandinavas esto increíblemente no se cumple ¿Serán todos esos meses de noche? ¿Será el salmón? ¿Las albóndigas?
Hordas y hordas de personas, organizaciones o partidos políticos luchan denodadamente por no sucumbir al progreso. Muchos son los que vaticinan el fin del trabajo tal como lo conocemos debido a la proliferación de robots, inteligentes o no, y la inevitable sustitución de los seres humanos, inteligentes o no. A ningún pestiliente se le ocurre pensar en colaboración o beneficio mutuo. Eso no está en su ADN. Y es que a los pestilientes, antes que ganar algo, no les gusta perder nada. No les gusta que les tiren por tierra los derechos que tanto les ha costado mangonear.
La pestiliencia y la aversión al cambio
Lo nuevo no se puede prever. Lo nuevo es más difícil de controlar. El cambio es malo. La innovación es un suicidio colectivo encubierto. La destrucción creativa es un riesgo que no nos podemos permitir como sociedad. Las reglas del juego no pueden ser cambiadas así como así. Muchos de esos mantras recitados hasta la extenuación por los pestilientes han calado muy hondo en una sociedad cada vez más reacia a usar el cerebro más allá de la elección de la comida a domicilio el sábado por la noche. Y es que los costes son enormes para unos entes acostumbrados a regirse por el mismo principio supremo que usan las células humanas: utilizar siempre la mínima energía posible. Por ejemplo, el coste del aprendizaje de cada nueva innovación o cambio a las reglas. O el coste de la obsolescencia al tener que tirar por el retrete todo lo aprendido, cual cintas VHS cuando salió el maldito DVD. O peor, el coste sentimental de la perdida de lo que ya teníamos. Todos ellos costes a todas luces psicológicamente insalvables que requieren una perdida potencial o inversión inasumible.
Por norma, el ser humano está predispuesto a rechazar cualquier cambio. Está predestinado a ser un pestiliente sin saber que si se conforma con lo que hay, no puede quejarse de nada. La humanidad está abocado a sucumbir ante la pestiliencia. Cómo si no un energúmeno de la talla de Donald Trump estaría liderando la mayor potencia económica y nuclear del planeta. Cómo si no la sociedad española habría podido ser mal gobernada los últimos 25 años por una pandilla de descerebrados, corruptos y sin escrúpulos. Cómo si no Cataluña se encontraría sumida en una situación dantesca que raya el más absoluto esperpento.
La buena noticia de todo esto es que, pese a que somos conscientes del riesgo y trabajo que comporta, sabemos que el espíritu innovador puede vencer a la pestiliencia. Y ya está pasando. La humanidad comienza a percibir poco a poco el cambio como oportunidad.
Soy un francotirador de la innovación que lucha diariamente contra la pestiliencia. Y así lo haré hasta que consiga adaptar aquello que me perturba, pone en riesgo mi modus vivendi e intenta cambiar mi controlado mundo. Dios mío… me estoy contagiando.